martes, 10 de septiembre de 2013

Verde, amarillo, rojo

África, en contra de lo imaginado, se ama a sí misma.

Verde, amarillo, rojo
Exposición de fotografía
Cultura Africana y Viajes (C/ Doctor Mata, 1. Madrid)
Del 6 de noviembre al 6 de diciembre de 2008

Es un viaje por lugares conocidos, antes ya visitados, aunque siempre sorprendentes, transformándose continuamente a pesar de que parece que se encuentran anclados en un estadio de letargo eterno. La riqueza de colores, miradas, olores, sonrisas, calores y gestos se transforman en imágenes, espontáneas unas, más preparadas otras, que contribuyen a reflejar la gran dignidad de estos pueblos, pobres en pertenencias y en consumo y ricos en su diálogo con el mundo que les rodea, en el que habitan y que les condiciona tanto sus vidas. Un mundo espectacular, donde la naturaleza se impone con toda su crudeza y su belleza, tanto para la escasez como para la abundancia. Burkina Faso y Mali, el río Níger, la falla de Bandiargara, la cultura Dogón... Lugares y gentes inolvidables que, más que visitarlos, que más que conocerlos, se sienten con todos los sentidos de una forma inexplicable.
Javier  Herrero

Los baobabs que parecen deslizarse por una ladera cercana a Banani crean una extraña fuga
de cuerpos que sólo se puede ver en África.

El equilibrio con el que esta joven sostiene el cubo nos parecería imposible de no ser porque
nuestros ojos nos dicen que no se cae.

Al llegar a la cima de la falla de Youga se descubre un paisaje inabarcable que parece un
mar verde y rojo, de plantas y tierra.

A veces, hasta los animales nos miran con tanta extrañeza que parece que se pregunten qué hacen
por allí esas gentes con la piel tan pálida.

Las acacias recortan sus ramas espinosas 
contra la grisura de un cielo encapotado 
y dispuesto a soltar su furia en forma de lluvias.

Un galgo africano se mueve haciendo equilibrios entre los difíciles pasos de las aldeas dogones
que se sitúan en el centro de la falla.

Un anciano de la pequeña aldea dogón de la falla Youga observa agradecido las nueces de cola
que ha recibido de los visitantes.

El tiempo corre despacio en estos parajes. No hay entretenimiento más original que observar
a los curiosos extranjeros que visitan la zona.

Los niños, pese a todas las dificultades, son niños en todos los lugares del mundo, y aprovechan
cualquier oportunidad para divertirse.

Un niño dogón de Ireli observa con curiosidad el paso de los visitantes por su aldea.

Algunos paisajes de la falla de Bandiagara parecen extraídos de una película en la que las
extensiones inmensas fueran las grandes protagonistas.

La época de lluvias convierte el camino a Benimato en un verdadero paraíso de colores
llenos de vida y naturaleza.

Uno de los lugares más conocidos del País Dogón es Teli, con su gran cascada como centro
principal de atención. Las fuertes lluvias la hacen crecer de manera espectacular.

Mopti, además de ser Patrimonio de la Humanidad, posee un gran mercado fluvial a orillas del río Níger.
Como en casi todos los mercados africanos, las mujeres son las que comercian casi en exclusividad
con la mayoría de los productos alimenticios.

Un cesto lleno de alguna hierba, verduras, pescado seco o ahumado, es suficiente para pasar el día en
el mercado tratando de vender algo y compartiendo las novedades con las vecinas de puesto.

No parece haber mucha angustia en las expresiones de los centenares de comerciantes del mercado.
Vender algo está bien, aunque quizá el día no de más que para relacionarse con gentes de otros pueblos.

Los laberínticos mercados africanos son un bullir de personas siempre ajetreadas y en constante
movimiento. Cualquier rincón es bueno para situarse a vender la mercancía.

Una mujer de Mopti realiza en el torno algunas piezas de artesanía local que, en realidad, tienen más
de utilitarias que de decorativas (a pesar de su sencilla belleza).

No siempre es necesario coger un espacio para vender los productos. Esta mujer deambula por el mercado
semanal de Somadugu entre los posibles compradores ofreciéndoles los maravillosos paños con los
que confeccionan sus vestidos.

La mirada limpia de esta muchacha que vende en Somadugu es capaz por sí sola de atraer la atención
de la cámara fotográfica.

La silueta de dos niñas que vuelven de lavar se recorta con los brillos del atardecer reflejándose
en las aguas del gran Níger.

Frente a la populosa ciudad de Mopti, en la otra orilla del Níger, la vida transcurre despacio y los pescadores
(y sus hijos) aprovechan la quietud para capturar algunos peces que luego tratarán de vender en el mercado.

Un padre y su hijo navegan por la ribera del río con la llegada del atardecer revisando y recogiendo
las redes que pusieron al comenzar el día para procurarse, más que un alimento, un producto con
el que comerciar en la cercana Mopti.




Nadie le dirá nunca a esta niña que su mirada puede
subyugar al observador en una exposición del lejano mundo
occidental. Como ocurre en toda África, los niños siempre
son los compañeros del viajero, trabando con ellos unas
especiales relaciones de afecto que, la mayoría de las veces
con mucha pena, sólo duran lo que dura la visita.
La travesía del río Níger a bordo del transbordador permite al viajero obtener una mirada interior
de la gran vía fluvial que es. Sus aguas pardas, teñidas con la arena rojiza de Mali, a veces permiten
vislumbrar la cabeza de algún hipopótamo. Los cielos veraniegos de la época de lluvias transforman
constantemente el paisaje.

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